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Julio Cortazar
Espacio Vacío
Las Dos Caras de Philip K Dick ] F J Benítez [
La nariz de Maupassant ] L Malacara [
Hasta hace unos años Philip K. Dick (Chicago, 1928 - Santa Ana, 1982) era apenas conocido en los círculos de aficionados a la ciencia-ficción y por los amantes de la contracultura norteamercana de los años sesenta. Algunos cinéfilos también lo identificaban como el autor de los textos en los que se inspiraron los directores Ridley Scott y Paul Verhoeven para sus respectivas películas Blade Runner y Desafío Total. Fue durante los años noventa cuando hubo una revalorización de su figura, instalándose en el parnaso alternativo de los autores de culto. En aquella década no era extraño escuchar a escritores de literatura mainstream calificarlo como uno de los autores norteamericanos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. La razón fue posiblemente el auge de la cibercultura, la versión milenarista de la contracultura de los sesenta, que lo situaba como uno de sus precursores. La obsesión phildickiana por el simulacro y las realidades ilusorias conectaba con la sensibilidad virtualista de los jóvenes modernos de fin de siglo.
La nueva centuria ha seguido tratando bien al narrador norteamericano. Este año se celebra el veinticinco aniversario de su muerte. La reedición de sus obras y el rodaje de un biopic protagonizado por la estrella alternativa Paul Giamatti son algunos de los homenajes con motivo de una fecha tan señalada. No obstante, algunos admiradores de su obra notamos que una textura poco phildickiana empieza a invadir todo lo relacionado con este revival. Quizás se trate de un virus mental introducido por los señores del Imperio, para atenuar la verdad que subyace peligrosamente en cada uno de sus libros (esta idea delirante habría entusiasmado a Dick, llevándole a escribir doscientas páginas de su Exégesis, el interminable diario-tratado teológico al que dedicó los últimos años de su vida). Resulta bastante más posible que sea el interés económico lo que está transformando esta reivindicación en un negocio que nada tiene que ver con el universo personal del autor.
El principal foco de la transformación de la obra de Dick en algo cómodo, brillante y poco phildickiano ha sido precisamente el cine, el medio que paradójicamente lo sacó del gueto de los fanáticos de la ciencia-ficción. Me atrevería a decir que Blade Runner (Ridley Scott, 1982), libérrima adaptación de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), fue el origen de esta tendencia. Blade Runner se ha convertido en un clásico del cine universal y un referente obligatorio de todo el que reclame una manera adulta de hacer ciencia-ficción. Sin embargo, esta primera versión cinematográfica de una novela de Dick resultaba ya algo distante de las intenciones originales del autor. Ridley Scott, que ante todo es un esteta, quiso presentar un futuro decadente y neorromántico, que se acercaba más a las visiones de los jóvenes escritores del movimiento ciberpunk que a los futuros entrópicos y lo-tech de Dick. Blade Runner resulta un atractivo catálogo de las tendencias estéticas de principios de los años ochenta. Está próximo a los futuros dibujados por Enki Bilal para sus comics o al apocalipsis underground descrito por William Gibson en su libro Neuromante. Esta es la razón por la que muchos admiradores del filme se sienten decepcionados al leer la obra en la que se inspiró. El Rick Deckard protagonista de la novela de Dick es un funcionario de policía con sencillas aspiraciones sociales, imposible de identificar con el rostro apuesto de Harrison Ford. Los androides del texto son incapaces de articular un discurso poético como el del replicante Roy Batty al final del filme. Son creaciones carentes de empatía, que intentan comportarse de forma humana sin mucho éxito. Y es aquí donde radica la clave de la obra original de Dick, en la especulación sobre lo que diferencia al ser humano de la criatura artificial. Dick, que cuando escribió el libro se había convertido recientemente al catolicismo, da una respuesta extravagante a la pregunta de partida: los androides pueden pasar el test del informático Alan Turing pero carecen de la caridad de la que habla San Pablo en la primera Carta a los Corintios. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? se ubica en la línea de los libros de los que se sentía realmente orgulloso el autor, aquellos en los que tras el atrezzo de ciencia-ficción trataba los problemas que realmente le angustiaban, las dudas metafísicas y teológicas que ayudarían con el tiempo a la ruina de su salud mental.
Desafío Total (Paul Verhoeven, 1990) y Minority Report (Steven Spielberg, 2002) son dos películas basadas en relatos menores del autor, de la época en la que escribía cincuenta páginas diarias de ciencia-ficción bajo los efectos de las anfetaminas. Aunque los directores respetan las líneas básicas de los argumentos, les dan un giro y los convierten en historias de acción que pueden servir de escusa para el uso (y abuso) de las últimas técnicas de efectos especiales. La elección de los actores Arnold Schwarzenegger y Tom Cruise transforma a los protagonistas proletarios de los relatos en héroes aventureros. La acción, que en los relatos originales es casi existente, domina los metrajes. Dick solía rehuir la violencia, y sólo la utilizaba cuando la historia lo exigía, mostrándola de forma realista y cruda. El ejemplo más ilustrativo es cuando Nobosuke Tagomi, uno de los protagonistas de El hombre en el castillo (1962), se ve obligado a matar a unos asesinos nazis para salvar su vida y la de su superior. La descripción de la muerte de los alemanes resulta francamente desagradable. Tras ella, Nobosuke Tagomi se siente turbado, pues sus creencias budistas condenan sin ambigüedades lo que acaba de hacer. Sale a las calles de San Francisco desorientado y termina sufriendo una extraña crisis que bien pudiera confundirse con un brote psicótico. Esta manera de presentar la violencia dista bastante de los alegres tiroteos de ambas películas, donde las estrellas de Hollywood liquidan a sus enemigos como si de un videojuego se tratase. Otro elemento extraño añadido por los directores es el toque hi-tech de las sociedades futuristas que presentan. Resulta especialmente chocante el diseño sofisticado que lucen los aparatos, automóviles y edificios en Minority Report. Parece que Apple se hubiese puesto manos a la obra para que las ciudades del futuro parezcan escaparates repletos de gigantescos y brillantes i-Pods. Como comenté con anterioridad, los futuros descritos por Dick están irremediablemente condenados por la entropía. La tecnología no ha sido capaz de salvar al hombre de su autodestrucción, y siempre parece que está a punto de colapsarse, cuando no retrocede literalmente en el tiempo hasta hacerse inservible, como sucede en Ubik (1969). Aunque ambas películas presentan futuros desasosegantes, con evidentes fracturas sociales, en una existe el refugio en los viajes virtuales por el sistema solar y en otra el visionado de películas tridimensionales protagonizadas por los seres queridos. Dick no confiaba en el placebo de la alta tecnología. Sus personajes se encontraban con importantes dilemas de identidad, con disfunciones de la realidad a la que estaban habituados, y ningún Macintosh podía salvarlos de su descentramiento.
Si hay una película que ha respetado el sabor de la obra de Dick, es la reciente A scanner darkly (Richard Linklater, 2006), basada en la novela homónima. En ella, el director se asoma al futuro de pasado mañana, y lo que encuentra son drogas sofisticadas que minan el sentido de la realidad, policías con vidas dobles e instituciones para la desintoxicación que son, a su vez, el origen de la adicción. La alta tecnología, representada por el traje que mantiene en secreto la identidad de los agentes de narcóticos, es algo burda, incluso chocante para el espectador (nada que ver con los interfaces táctiles que usa Tom Cruise en Minority Report). Los protagonistas, adictos que conviven en condiciones lamentables, están acosados por la paranoia y desconfían incluso de la evidencia de sus sentidos. Siendo una película menor, lejos de la brillantez técnica de Blade Runner, A scanner darkly resulta ser el primer filme fiel a la obra de Dick, donde se pueden reconocer incluso los defectos que planean por toda su creación literaria: su narrativa deslavazada, los momentos poéticos indescifrables y la sensación de que algo no termina de encajar en la historia, de que el autor apunta en una dirección muy ajena al humilde espectador sentado en su sofá frente a una pantalla de plasma.
Donde sí ha habido grandes aciertos ha sido en las películas que, sin basarse directamente en ninguna obra del autor, reflejan claramente su universo personal. Algunos de los mejores filmes del género en los años noventa abordaban la principal duda del escritor norteamericano: ¿Dónde están los límites entre lo real y lo ilusorio? Mencionaré sólo tres películas que deben a Dick algo más de lo que reconocen sus directores: Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997), El show de Truman (Peter Weir, 1998) y Matrix (Larry y Andy Wachowski, 1999). En los tres filmes, los protagonistas descubren que algo no funciona correctamente en su entorno y comienzan una odisea que los lleva a descubrir mucho más de lo que habrían deseado en un principio. César, el protagonista de Abre los ojos, termina sabiendo que sufrió un grave accidente y que está criogenizado; su vida actual es un sistema realidad virtual que hace llevadera su espera en el tanque helado. En este caso, Alejandro Amenábar sí ha reconocido la influencia de Dick en la película. Al fin y al cabo, la vida virtual de César es una versión cibernética de la semivida que sufren los personajes de Ubik, sólo que esta vez no hay un espray con propiedades divinas que pueda frenar el caos que lo acosa. El show de Truman es también la versión de los años noventa de la novela Tiempo desarticulado. Los protagonistas de ambas obras viven en un entorno apacible, en una pequeña ciudad norteamericana donde se mantienen los valores tradicionales, hasta que un día empiezan a sospechar que hay algo inauténtico a su alrededor. En los dos casos, sus vidas resultan ser un montaje. Sus familias y vecinos son actores contratados para mantenerlos engañados. Hasta los edificios que los rodean son escenarios creados a propósito. La razón de tal esfuerzo es diferente en la película y la novela. En El show de Truman, el pobre Truman Burbank resulta ser el único protagonista de un cruel reality show. En Tiempo desarticulado, Ragle Gumm es el salvador del mundo, pero una crisis personal ha llevado al gobierno a protegerlo en el único entorno que le impide volverse loco: el mundo de su infancia. Por su parte, Matrix aborda directamente una idea que obsesionó a Dick: el mundo que conocemos es sólo una ilusión y tras ella existe una realidad verdadera a la que sólo unos pocos pueden acceder. Durante sus años de instituto, Dick leyó a Platón, llegando a convertir el Mito de la caverna en el leitmotif de gran parte de su vida. Su obsesión por hallar la salida de la caverna le llevó a leer de forma compulsiva y poco crítica todo tratado filosófico, teológico o espiritual que pasaba por sus manos. Se comportó como un extravagante gnóstico de la era psicodélica, un místico pop, y bajo el convencimiento de que su potencia intelectual le llevaría a hallar la verdad oculta terminó quemando su cerebro. La lucha desequilibrada entre las poderosas máquinas y una humanidad esclavizada es la realidad secreta en la película de los hermanos Wachowski. Dick prefería verdades más personales, como que el mundo seguía regido por el Imperio Romano y la cristiandad ejercía de resistencia. La “sensibilidad Matrix”, cibernética, virtualista e inflamada de metafísica para todos los públicos, compila las inquietudes de la cultura alternativa de los años noventa y resulta ser el nexo de unión entre los jóvenes que escuchaban a Nine Inch Nails y el universo lisérgico de los autores de
Algunos preferirán la versión soft de la obra de Dick que ofrecen los directores de Hollywood. El tiempo de la experimentación en la ciencia-ficción parece haber pasado y la mayor parte de sus aficionados actuales serían incapaces de enfrentarse a los textos surrealistas, alucinados o simplemente antipáticos de coetáneos de Dick como Harlan Ellison, Michael Moorcock o el Brian Aldiss de los años sesenta. Otros seguimos valorando a aquellos autores que quisieron hacer del género algo más que un entretenimiento para adolescentes inadaptados. Dick siempre deseó ser un autor mainstream y sus inquietudes literarias distaban de las de la mayor parte de los escritores pulp con los que compartió páginas en sus comienzos. No obstante, la originalidad (por decirlo de algún modo) de sus propuestas mainstream le imposibilitaron hacer carrera en el mundo literario con mayúsculas. Incapaz de refrenar su pasión por aporrear las máquinas de escribir, hizo de sus cuentos para chicos empollones una apuesta original por la que podían desfilar de igual modo realidades históricas alternativas, crítica social, teología marciana y debates éticos sobre el aborto. A la espera de que alguien coja el relevo de Dick en esta década pusilánime y se atreva de nuevo a romper los moldes del género, seguiremos releyendo al loco norteamericano que quiso transformar las historias de naves espaciales en un lenguaje que desvelase la verdad del mundo.
[Fisiología para despistados]. Los objetos -a través de invisibles moléculas- estimulan la mucosa olfativa que tapiza nuestras fosas nasales: las partículas volátiles emanadas de la materia nos invaden. Somos asaltados por su esencia, desde el aroma más sutil a las pútridas briznas de la descomposición. Partículas que hacen resonar un órgano sensorial conectado con regiones del paleocerebro, el lugar de las conductas instintivas.
La capacidad evocativa de los olores es magnífica; destapa el almacén de perfumes de la memoria y nos sitúa con facilidad en el allí – entonces. El texto se hace respirable.
[París] El París en el que se inicia la novela sufre un caluroso verano, la ciudad suda en la sofocante noche. Las alcantarillas traspiran por sus bocas de granito alientos infestados; las cocinas subterráneas despiden a la calle, por sus ventanas bajas, las miasmas infames de las aguas de lavar y de las salsas rancias. A Georges Duroy, el de múltiples nombres, protagonista de Bel Ami, no parece importarle la muchedumbre; gusta mezclarse en la masa, de rozarse con las mujeres públicas, aspirar sus perfumes violentos. Las atmósferas se velan por el humo del tabaco, su olor sofocante es fácilmente perceptible para el lector. que siente un leve picor en los ojos. Duroy se deja llevar, bebe con embriaguez el aire viciado por el tabaco, por el olor humano y los perfumes de las golfas. Al principio de la novela, en la casa de Georges predomina un fuerte olor a comida, a letrina, un tufo estancado a mugre y viejas paredes de piedra que ninguna corriente de aire podrá desalojar. La miseria tiene en Maupassant un olor propio, una pestilencia que subleva al protagonista y lo empuja a escapar de ella. El olor sofocante a pescado frito de los tugurios y las fondas.
[Lujuria] Y esa miserable hediondez contrastará con el aroma sensual de las mujeres bien situadas, el perfume joven, carnoso y cálido que desprende una bata limpia de suave tela y que impregna los muebles que la rodean. Besar el fino encaje de un corpiño y aspirar lentamente el aire cálido y perfumado que se desliza entre los senos.
El deseo puede definirse por su olor, como el aroma de amor rancio, de falsa juventud, de algunas ajadas burguesas. Otras mujeres, al apearse del coche de caballos en el que han recorrido los Campos Elíseos y el Bosque de Boulogne, desprenden un aroma a verbena y lirios que aspiramos con ávido aliento, haciendo que corazón y pulmones palpiten bruscamente. El aire se torna sabroso y ligero como una golosina primaveral.
El deseo alucinado puede hacer flotar un olor a bestial ternura, recargando el aire sofocante de un perfume tibio de fiebre.
Los encuentros amorosos de los personajes se sitúan en ocasiones en baratas habitaciones de hotel, donde flota un olor odioso e insulso, un olor emanado de las cortinas, de los colchones, paredes y asientos, olor de todas las personas que se habían acostado o vivido allí y que han dejado parte de su tufo, un tufo que a la larga y sumado al de los predecesores forma un hedor confuso, dulce e intolerable, el mismo en todos esos lugares.
[Lo invisible] La mentira es la protagonista de la novela: la farsa social, los disfraces, el arribismo y la lujuria. Y también la mentira parece poseer su propio perfume ácido, especialmente detectable para las mujeres acostumbradas a la marrullería y regateos masculinos. Ellas llegarán a percibir el hedor cenagoso del fondo del alma. Por el contrario, los hombres de amplias miras e inteligencia desprenden esos grandes hálitos de mar adentro que se respiran en las riberas.
Y en algún momento nos es dado percibir el perfume del firmamento en una noche estrellada, en las que el aire parece traer en sus soplos helados algo llegado de más allá de los astros.
[Dentro – fuera] Ciertos contrastes serán expresados a través del olor: en el interior de una tasca el humo de los cigarros baratos llenan la sala, el olor acre de las viejas pipas de barro y las bebidas derramadas. Al salir a la noche campestre, un aroma de tierra, de árboles, de musgo, el perfume fresco y viejo de las frondas, hecho de la savia de los brotes y de la hierba muerta y mohosa de la maleza, parece dormir en las alamedas.
El olfato puede utilizarse como único elemento descriptivo: el sótano donde penetra Duroy desprende un olor a subterráneo que asciende por la escalera de caracol, un tufo a humedad recalentada, a muros mohosos, junto a hálitos de benjuí que recuerdan a los oficios sagrados, y emanaciones femeninas de agua de Lubin, verbena y violetas.
Al final del libro, una poderosa escena se desarrolla en un invernadero: el aire insólito de ese bosque techado bajo una cúpula acristalada penetra trabajosamente en el pecho, aturde, embriaga, causando placer y daño, dando a la carne una sensación confusa de voluptuosidad enervante. Un denso y singular perfume provocado por plantas soporíferas de países cálidos que puede producir un sueño extraño, a veces mortal.
[Y muerte] La enfermedad posee sus propios miasmas: en la habitación olerá a fiebre, a tisanas, a éter, alcanfor, ese olor innominable y pesado de los aposentos donde respira un tísico. Afuera la brisa suave y tibia parece alimentada por los perfumes de los arbustos, las flores costeras, el aroma a resina y el acre sabor de los eucaliptos.
Cuando la muerte llegue, lo hará con sus fétidos heraldos: en el aire cerrado de la pieza se percibirá un aliento podrido brotando del pecho descompuesto del tísico, el primer hálito de carroña que los pobres muertos tendidos en la cama arrojan a los parientes que los velan, hálito horrible con el que pronto llenan la caja hueca de su ataúd.
L Malacara
Son la realidad paradójica, la astucia del engaño, el miedo plano, la solidaridad a un precio justo, el roce de la cotidianidad con olor a pólvora, a supervivencia rancia.
Jaulas virtuales en un zoológico que cualquier individuo reproduce.
Muestras de apariencia estéril en un basurero compartido.
Trazo amargo, blanco y negro sin matices.
Ruptura, agitación en medio de lo monótono y mecánico.
Propongo un espacio con el roto en la mirada y un pedazo de realidad como contraseña.
Rumores sobre la erosión de la gran muralla china.
Se está desmenuzando un colosal muro que pretendía encerrar a una nación del tamaño de un continente, tal vez enroscarla sobre sí misma.
La jauría humana facilita el desgaste natural. Manotazos corrosivos que pagan su entrada. Interesa gestionar ese entretenimiento.
Hacia dentro: el poder chino robustece barreras más sutiles.
Hermética vigilancia de la entrada de información que resulta ajena a la política deseada. Rastreo, como depredador hambriento, de cualquier gesto disidente, de cualquier giro con bondad hacia los derechos humanos.
La versión china de Google prohíbe más de 1000 términos o expresiones: los resultados deben ajustarse al código establecido. No se permiten trampas, bajo pena de muerte.
Que los ciberdisidentes lo tengan claro. El juego chino exige un pacto de autodisciplina.
Y será excitante el juego.
La memoria se contrae y aproxima viejas imágenes: hace 72 años se celebraba en Berlín un juego parecido. ¿Quién será esta vez
El monstruo ha mutado desarrollando múltiples cabezas.
Bakel
MEDIANOCHE DEL 4 DE JULIO. VALLEJO, CALIFORNIA.
Hay un coche en un paraje solitario con las luces apagadas y dos personas dentro. Es uno de esos lugares a las afueras de la ciudades americanas donde acuden parejas de jóvenes en busca de intimidad, normalmente en las faldas de una colina, con una bella vista y al que se llega a través de una carretera sinuosa. La cámara desciende con suavidad hasta situarse justo enfrente del auto, de tal manera que vemos a los dos protagonistas en un plano medio y la inquietante carretera que pasa un par de metros por detrás. Se acerca una camioneta con una pandilla de adolescentes gritones. Alaridos, ruido de botellas contra el suelo. La luz de los faros traspasa los cristales y perfila las siluetas de los chicos dentro del coche. Tres minutos de película y parece como si los conociéramos de toda la vida. La camioneta se aleja. Transcurren unos segundos hasta que se acerca un nuevo coche. Pasa de largo, lentamente, pero luego retrocede, marcha atrás. Gira hasta que sus faros se pegan a la parte trasera de nuestro vehículo. Alguien se baja y alumbra con una linterna. Esto tiene muy pero que muy mala pinta. Venga, salid de ahí, chicos, ahora, corred. Pero ellos no reaccionan, los muy estúpidos, se ponen a discutir tontamente. Ahora los vemos desde el asiento trasero, como desnudos en mitad de la potente luz, a punto de ser engullidos como dos animalitos indefensos. Lanzan miradas recelosas a su espalda y no acaban de poner en marcha el maldito motor. El desconocido se aproxima. Pisadas. El chico dice algo justo antes de que suene el primer disparo. Es un sonido seco, brutal, ensordecedor, acompañado de un eco metálico y un fulgurante relámpago que rebosa por los límites de la pantalla. He notado una sacudida en la butaca contigua. Yo he debido hacer lo mismo. Mi mente produce un balbuceo de preguntas. El asesino vacía el cargador sobre los dos cuerpos con cierta tranquilidad. Luego se va.
Puede que destilase demasiada sensibilidad ese día, pero me cuesta recordar una conmoción parecida frente a una pantalla de cine. Cierto es que al entrar a la sala tenía bien presente que todo lo que estaba a punto de ver sucedió realmente y que el que me lo iba a contar era David Fincher (Seven, The game, El club de la lucha). En ningún momento durante la proyección y después de ella dejó de rondarme por la cabeza la idea de que ese ogro sin rostro y sediento de sangre efectivamente existiera, que se paseara entre los vivos y arrebatase la vida a personas de una manera tan impune sin ser nunca identificado. A pesar de que la mayoría de los indicios apuntaban hacia un sospechoso principal, éste no pudo ser incriminado por falta de pruebas.
Los sucesos del lago Berryessa, en el condado de Napa, un mes más tarde, están narrados con una crudeza que me obligó a desviar la vista. De nuevo una pareja de chicos jóvenes. Ahora, el asesino, que ya se ha identificado a sí mismo con el nombre de Zodiac, lleva una burda capucha negra y un peto del mismo color con un anagrama en el centro. Pero dejémoslo ahí, avanzando hacia sus víctimas.
La película (Zodiac), que cuenta la serie de asesinatos perpetrados en San Francisco a finales de los 60 por un sujeto al que nunca se capturó, es una narración obsesiva, perturbadora, enmarañada, claustrofóbica. Más allá de convenciones o fórmulas ad hoc de charcutería hollywodiense, el director nos ofrece una obra de terror puro, un espectáculo de cine arriesgado y personal de más de dos horas y media de metraje. Al fin y al cabo, Fincher no hace otra cosa que buscar respuestas, desempolvar miedos invocando al viejo fantasma que aterrorizó sus noches infantiles. La ciudad de San Francisco surge gótica y sombría, irreconocible; sin Golden Gate ni calles empinadas ni verano del amor ni siquiera ese siempre socorrido plano sobre la bahía. La iluminación es fría, funcional, desapacible. Los personajes principales deambulan desorientados y solitarios bajo los fluorescentes de redacciones de periódicos, en burocráticas comisarías de policía o modestos apartamentos. Son gente con problemas que batalla en medio de un laberinto de pistas y códigos cifrados que envía un psicópata terrorífico que mata sin razón aparente. Robert Graysmith, dibujante del San Francisco Chronicle, con tres hijos a su cargo, está a punto de separarse de su mujer; Paul Avery, reportero estrella del mismo diario, es un periodista brillante al cual acaban desbordando sus adicciones; Dave Toschi, detective que puso de moda la gabardina a lo Colombo y sirvió de modelo para los personajes de Harry ‘el sucio’ o Bullit, se ve finalmente superado por un caso del que no ha podido atar un solo cabo en varios años de investigación. Hoy día, anciano, trabaja como detective privado. Perdedores.
Para comprobar el rigor con que están expuestos los hechos sólo hay que echar una ojeada a cualquier página de internet relacionada con el caso -documentación oficial, fotografías o reproducciones de las cartas y mensajes cifrados que Zodiac remitió a los periódicos-. O bien leerse el libro que escribió el propio Graysmith (Zodiac, Alba editorial, 2007), y del cual Fincher saca la mayor parte del material narrativo. Por otro lado, la dirección artística -decorados, peluquería, vestuario- es puntillosa hasta el extremo de que ciertos personajes llevan la misma ropa que su contrapunto en la vida real, valiéndose, por ejemplo, de fotos policiales para copiar exactamente las prendas de algunas de las víctimas; incluso los escenarios se corresponden con los lugares históricos donde se produjeron los asesinatos. Graysmith, refiriéndose a este aspecto de la película, dice: “La vieja sala de redacción del Chronicle ocupaba la longitud de toda una manzana. Todo era auténtico: los apliques, las viejas máquinas de escribir, los ascensores y los puestos de tubos pasa el correo neumático, todo funcionaba (en la película), hasta en los cajones de los escritorios había blocs de notas del Chronicle y lapiceros eagle…”. Alucinante.
Fincher explica que no quería hacer otra película más sobre un asesino en serie, quería hacer la última película sobre un asesino en serie. Quien no la haya visto que acuda rápidamente al cine más próximo y se deje impresionar por esta obra maestra rara, turbia y sin desenlace.
La culpa fue de Leopoldo y de mi madre. El primero dropeó el título con delicuescencia mientras apuraba una cervecita en la plaza, y la segunda me lo regaló en mi cumpleaños. El mar, de John Banville, Anagrama 2006.
Un hombre viejo y culto, ilustrado en Bonard y en el Libro de los Muertos, aprovecha el regreso al territorio de su infancia para contarnos su desaprovechada vida, al ritmo terrible de la agonía de su mujer. La historia cuenta con personajes secos hasta el hueso y empalagosa carga simbólica, como esos ponzoñosos gemelos fundidos en una amalgama de fogosidad, despecho y oligofrenia, como una quimera maléfica (y hasta mefítica). O como la hija comodín, desolado contrapunto de la insania y desnortamiento del obcecado y taciturno cazador de ni él mismo sabe qué momentos y territorios. Otros secundarios extravagantes pueblan (pero no mejoran) el elenco: un atildado y receloso coronel pensionista, una microcéfala propietaria, el doctor muerte (¿alguno no lo es?), una andrajosa vaquera, la hija del gangster, etc. Testigo directo de todo lo narrado, el protagonista desgrana sus sensaciones y estrategias juveniles al despertar del deseo sexual. Como buen sajón, el autor-narrador sazona evocaciones y reflexiones con pildoritas digestivas de almanaque médico. Desconoce las razones del retorno, ni el para qué. Tal vez para lavar culpas, pero ¿por qué elegir ser culpable, después de todo? Tal vez para acometer un suicidio que es ordalía, finalmente impedida por el veleidoso Moloch, tan glotón como dispépsico. Quizás solo para amadrigarse en los recuerdos; esos que destruyen a la vez que vivifican. O porque todo importa ya una mierda, tal vez, y la infancia es el territorio en el que nunca se encuentra lo que se busca.
Muchos cabos sueltos que el lector no tratará de anudar; en el fondo le da igual. El lector espera algunas sorpresas más de las que al final se le ofrecen: una identidad literaria y cuidadosamente oculta y una liasson equivoca.
Un ritmo alginoso, plúmbeo, pegajoso como el verano irlandés, tan lejano del de esterillas y chiringuitos con que martillea nuestra (tan nuestra) salobre raigambre. Un verano negro como la pantera de Leopoldo en torre Martello, con dunas y golfistas, y un mar de remansos y cavernas, oscuridad verdosa de restos semisumergidos en Scapa Flow. Presagios de tormenta que nunca estalla. Y al final (el mejor final), el inaparente tsunami que nos desplaza pocos centímetros sin cambiar nuestra apariencia, aun y cuando entonces la congestión sea ya plétora, la respiración se haga boqueante y la sangre lenta, cárdena,, con el nos aturda el pensamiento.
Una mirada al resbalar de la vida con indiferente perplejidad, sin mohines ni delirios. La muerte fría y lejana, sin restos ni descomposición, como un estilete de disección. ¿Para diseccionar al lector? Un estilo de sutilezas escarchadas, un tanto fulero, un juego de muñecas rusas deformes. Y, sin embargo, resulta difícil abandonarlo, yo no pude. Te da la mano y aprieta y te clava las uñas. Lo mejor de todo en la vida es que lo peor de todo está ahí y puede contarse. O ser pintado, como el imborrable retrato de Bonard, viejo, despeluchado, ante el espejo de su cuarto de baño, entre el cortauñas y el cepillo de dientes, con el último objeto de mirarse, ¿de mirarnos? (Galería Pompidou, Paris). Yo tengo una postal en la mesilla de noche, entre el despertador y el vaso de agua.
A quién a estas alturas y después de todo no tenga curiosidad por leer El mar de Banville, que le den. De quién lo haya leído o pretenda hacerlo, espero el azoar de sus digestiones.
Fuegofatuo
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a partir del 11 de septiembre de 2007: