27 de agosto de 2007

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Viajes por el scriptorium [A Lozano]

Jugar a castillos [José L Muñoz]

El espesor del nombre propio [L Malacara]

Viajes por el scriptorium


La última novela de Paul Auster, publicada tras el atracón de energía positiva que supuso “Brooklyn follies”, devuelve al autor neoyorquino al territorio de la soledad y el desasosiego, que ya explorase en su “Trilogía de Nueva York” o en “La noche del oráculo”. Regresa Auster al personaje central decrépito, desorientado, y lo sitúa esta vez al borde de la extinción: aislado en una habitación sin salida aparente, asistido por personas a quienes apenas puede recordar, su memoria estragada no se sabe si por enfermedad o a causa del extraño tratamiento al que está siendo sometido. Sobre la mesa fotografías de sus visitantes y una pila de folios mecanografiados; contienen una historia de ficción que el protagonista se verá en la obligación de proseguir. En su cabeza, una legión de fantasmas agraviados que demandan justicia por los errores cometidos a lo largo de la vida del llamado, en ausencia de nombre auténtico, Mr. Blank.

Auster utiliza algún que otro fuego de artificio para mantener la atención del lector: el juego de las etiquetas que identifican el contenido de la habitación, como si quisiera anticipar el agravamiento de la pérdida de memoria de Mr. Blank; o la historia encerrada en los folios que, con su habilidad habitual, Auster convierte en círculo concéntrico de la narración principal. A medida que avanza la obra, el autor la transforma en ajuste de cuentas hacia sí mismo, en recopilación de personajes propios, en balance de una vida dedicada a ser todo un cuentista.

El relato principal con su angustiosa atmósfera y la no menos opresiva narración paralela conducen a un desenlace primoroso que deja al lector como sujeto del engaño del que se sabía víctima desde el inicio. La novela se plantea como un juego de espejos, y así se resuelve: el viaje por el scriptorium termina tal y como había empezado.
A Lozano

Jugar a castillos


Queda poco de la Carcasona hereje y meridional que yacía bajo la égida del jovencísimo vizconde Raymond Roger Trencavel en 1209. Resulta una quimera concebir hoy el pánico de la población de la ciutàt cuando arribaron las primeras noticias de la matanza de Bezièrs perpetrada por el ejército cruzado francés. El general de dicho ejército, Arnaud Amaury, preguntado por los subalternos acerca de la manera de distinguir los cátaros de los buenos católicos, acuñó su terrible – y probablemente apócrifa – sentencia: “caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eins(matadlos a todos, que ya Dios reconocerá a los suyos).

El siglo XIX convirtió los restos medievales de la ciudad fortificada en una postal sacada del Exin-castillos. La belleza de la fortaleza es innegable, sobre todo cuando cae la tarde y la distancia desvanece turistas y antenas. Pero en las distancias cortas, el esfuerzo que hay que hacer para obviar tanto la más que discutible restauración como la ingente marea humana – más de dos millones de turistas al año –es demasiado para cualquiera. Uno olvida entonces sus anhelos democráticos y casi desea un turismo elitista, excluyente y solitario.

Pero volvamos a la historia. Quizás por el miedo antes aludido, Carcasona no se tomó por asalto. Capituló. Y a las pocas fechas, en sus propias mazmorras, el Trencavel aparece muerto, no se sabe si asesinado, si de inanición voluntaria o forzosa, o de simple melancolía por el señorío perdido, sintiéndose abandonando de todos, traicionado por su tío Raimundo VI de Tolosa y olvidado por su señor natural Pedro de Aragón, el cual aún tardaría dos años en reaccionar, y acabando por caer muerto en la batalla de Muret (1213). Desde entonces el verdadero señor del Languedoc, por encima de Raimundo VI, es el cruzado francés Simon de Montfort, hoy enterrado en la catedral de Carcasona.

La cruzada cátara tiene tradicionalmente fijado su final en Montségur, en 1244. Soñar con la historia es mucho más fácil en ese peñón impresionante, inexpugnable en casi cada pulgada de su perímetro. Fueron un grupo de mercenarios probablemente vascos los que lograron acceder a una de las cotas de la peña, en escalada libre, logrando una cabeza de puente para montar las pesadas catapultas que hicieron posible la rendición y toma del castillo. Los términos de la capitulación fueron extrañamente benevolentes: a todos los que renunciaran a la fe cátara se les dejaba ir libres con lo que pudieran cargar sobre su espalda. A pesar de eso, más de 200 fieles cátaros eligieron ser quemados salvajemente al pie de su Monte Seguro en el llamado Campo de los Quemados.

La actual fortaleza nada tiene que ver con la que había en el siglo XIII, pero su estado ruinoso y el amenazante emplazamiento permiten que las lecturas, los sueños, las investigaciones, las fantasías, las pesadillas se acrisolen, aquilaten y amalgamen en tu piedra filosofal, en tu santo grial, en tu María Magdalena que hacen que la ascensión a Montségur sea una de las impagables experiencias que todo amante de la historia puede saborear, volviendo a alguno de los olvidados rincones de la infancia donde aparecen dragones y princesas, libros y conjuros, cabezas cortadas y caballos reventados, bodas, tálamos y catapultas, bosques y lagos sagrados, ese lugar perdido de la memoria donde aún es posible jugar a castillos.

Montségur es mágico. Y no lo es porque nada de de lo que se ha dicho (y se ha dicho mucho) sea cierto o falso. Es mágico porque te permite encontrar en estos momentos de zozobra planetaria un remanso de paz para volver al único paraíso que existe: la infancia perdida.

Bibliografía Básica
Historia y filosofía cátaras
- Brennon, A., “Los Cátaros, hacia una pureza absoluta”, 1998.
- Eslava Galán, J., “Historias de la Inquisición”, 1992.
- Gardère, M., “Rituales Cátaros”, 1996.
- Muñoz, J. L., “Castillos Cátaros”, Revista Descubrir, nº 56, 2003.
- Oldenbourg, Z., “La hoguera de Montségur”, 1959.
- O’Shea, S., “Los Cátaros, la herejía perfecta”, 2000.
- Russell, B., “Historia de la Filosofía Occidental”, 1947.
Literatura
- Berling, P., “Los Hijos del Grial”, volumen I, 1991.
- Dante Alighieri, “La Divina Comedia”, Purgatorio, canto XX, 1315.
- Mosse, K., “El laberinto”, Planeta, 2005
- Oldenbourg, Z., “Los Quemados”, 1960.
- Oldenbourg, Z., “Las ciudades carnales”, 1961.

José L Muñoz (texto y forografías)

El espesor del nombre propio


Los nombres propios nos enredan. Nos dirigen hacia confusos escenarios decorados con los artilugios y oropeles que se almacenan en la memoria. Impresiones difuminadas: trazas de lecturas, viejas imágenes, territorios de la experiencia o del sueño. Rastros traslúcidos depositados en la palabra.

Y es así desde el paladar de su fonética, que nos devuelve el sabor de lo olvidado: especias perdidas, templos en flor o el humo cátaro de las hogueras: Marrakech, Kyoto, Montségur. El sonido contiene y evoca esos vestigios.

Nombres propios que nos condenan a la decepción al visitar los lugares que significan.
El fantasma será siempre más luminoso y evocador que el personaje que lo habitó en vida. Carga fantasmática que otorga al nombre propio su valencia química, su nube eléctrica. Como el título irresistible de una novela que a buen seguro nos defraudará una vez agotadas sus últimas páginas.
Lo señaló Barthes a propósito de Aziyadé, novela de Pierre Loti: “...del significante -suntuoso- al significado –irrisorio- toda una decepción”.

La decepción implica un proceso de desencanto.
La palabra porta el encantamiento del nombre propio: es signo que supera en belleza y magnitud al lugar al que remite, a la novela que titula. Porque su densidad se construye con las mimbres de lo imaginario (quizás polvoriento y oxidado, pero a fin de cuentas hecho a medida).

Es ese ir y venir desde el encantamiento al viaje, del título al desencanto, lo que quizás permita un descubrimiento que nos situé más allá de la propia piel y otorgue un sentido a la decepción.
Atravesar el denso espesor del nombre propio.

L. Malacara

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a partir del 4 de septiembre de 2007:

1. Moloch o el Mar irlandés [Fuegofatuo]
2. La última película sobre un asesino en serie [Cesar V]


Invirtiendo una cita de Jung, podría decir que todo aquello que nos irrita de los demás puede llevar a entendernos a nosotros mismos.
(L Malacara)

20 de agosto de 2007

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Primeras entradas el próximo martes 28 de agosto de 2007:
  • Viajes por el scriptorium [Agustín Lozano]
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